La aporreada paloma del caricaturista Chóloco, imagen oficial de la nueva Estampílla de la Paz. Gráfica: eltiempo.com |
Ricardo
Rondón Ch.
No creo que la aporreada y maltrecha paloma del
caricaturista Chócolo, que acaba de
ganar la convocatoria del Ministerio de
las Tecnologías –entre veinte aspirantes- a Estampilla oficial de la paz, aguante una pedrada más en una
guachafita de vándalos encapuchados, en una de barristas ahítos de bazuco y pegante,
menos el alto voltaje de la resistencia
civil que se avecina.
Esperaba otro símbolo, quizás un avechucho nochero como
la lechuza, que no fuera la inmaculada palomita con remiendos, para colmar las
expectativas del ministro David Luna
en su querella de implementar como sello de timbre y aduanas el arduo y
trajinado tema de la paz, y pegarlo con babas, como se ha hecho repetidas veces
con la Constitución, en paquetes y encomiendas
por correspondencia.
Pero no. Chócolo,
como Matador, Beto, Vladdo, Bacteria,
y la mayoría de transgresores de afilado lápiz, insistió en que la pichoncita
de marras debería seguir ocupando el lugar que le corresponde en el imaginario
nacional, sólo que esta vez, manguera en mano, regando una plantita de olivo,
metáfora bíblica del renacer de una conciencia en pro del perdón y la
reconciliación de los colombianos: un merecido remanso después del diluvio
depredador.
En la foto que le tomaron al irreverente Harold Trujillo (gracia bautismal del
dibujante paisa) al lado de su premiada avis,
se observa la figura desgarbada y medio hippie de un artista que, desde los
agitados tiempos de la Universidad
Nacional, donde cursó estudios de Cine
y Bellas Artes, ha sufrido los embates de la violencia criolla, la verbal y
la física de las pedradas en motines de la revolución
troskysta, cuando el imberbe, a contracorriente de los ideales patriarcales
que le exigían “ser alguien en la vida”,
terminó atrincherado en las salas de redacción de periódicos y revistas, con la
única arma capaz de herir, sin derramar una gota de sangre, el ego de megalómanos
e impíos: un soberano Mirado de grafito
N° 2.
¿Cuánto tiempo ha sobrevivido la zurita de los
caricaturistas que no cesan de picar en río revuelto, entre la carroña
desperdigada de los ríos y las nubes de moscas de un azul fosforescente, saldo
siniestro de masacres, genocidios y atentados en luctuosos períodos de la
historia colombiana?
Cincuenta años es el pico. La historia necrológica
oficial es inenarrable y data de la maldición chapetona cuando la turba
delirante de adelantados de mazmorras, en nombre de una falsa conquista,
arremetió contra las indefensas y atortoladas indias para sembrar lo que hoy
somos: una raza desventurada, genéticamente deplorable, mediocre y asesina.
¿Cuántos muertos Chócolo
has contado desde la primera vez que avivaste el tizón sobre la hoja en blanco
para dorarle la píldora a la cruenta realidad? En esa labor te puede asesorar
tu paisano, el valeroso y consagrado reportero de entreguerras Jesús Abad Colorado. O, entre la
realidad y la ficción, un notario permanente del trasegar sangriento como el
tolimense Jorge Eliécer Pardo.
No soy estadígrafo, contestarás. Sólo me limito a dibujar,
a repensar con el trazo lo que me cuestiona, dirás; y en esa larga y puntual
tarea te las has pasado desde que recibiste tu primer sueldo, a los 16 años, en
la mesa de dibujo del periódico El Mundo,
de Medellín, en esa época dirigido
por el hoy cuestionado Darío Arizmendi
Posada, gloria postrera del Opus Dei.
Harold Trujillo, más conocido en el ámbito del humor gráfico como Chócolo, posa al lado de su victoriosa zurita. Foto: Arteria |
Sólo es por joder, Chócolo.
No hay que romperse el cráneo en esa ardua y perniciosa tarea de contabilista
forense. Total, ni Medicina Legal lo
sabe, ni las ONG, ni la Fiscalía ni los
uniformados, ni las hemerotecas, ni mucho menos el DANE, ¡qué va saber el DANE!,
ni mi Dios paciencia, testigo
silente de tantas masacres, desde la de las Bananeras que inspiraron el Macondo
garciamarquiano, pasando por la de San
José de Apartadó, El Aro, Macayepo, Mejor
esquina, Bahía Portete, Mapiripán, El Tomate, El Salado, Bojayá, ¡por
Cristo mutilado!, las de aquí, allá y acullá, la lista de muertos es
interminable en “este país de cruces y
calaveras” como decía doña Dilia
Gonzalez viuda de Montoya; en esta patria de ataúdes, huérfanos y moscas
por doquier.
Como si una estampilla con una paloma nos arreglara este
luto generacional, esta zozobra, esta desazón suprema como las pústulas
verbales de Fernando Vallejo cuando
asoma por Colombia. Como si la firma
de un tratado de paz con un balígrafo
o el Himno nacional interpretado con una escopetarra
lo borrara todo, así de facilito, de la noche a la mañana. Ojalá así fueran de
efectivos estos detergentes.
Qué más quisiéramos que así sucediera, que en un
pestañear nos olvidáramos de todo lo malo y terrible del pasado, y como en el
despertar de un dulce sueño, así con los ojitos empijamados, comenzáramos una nueva vida, bonita, cantadita y
decorada como los comerciales de Pepsi,
con los libros terapéuticos de Walter
Riso en la cabecera, las goticas florales del doctor Santiago Rojas, y los editoriales mañaneros de Fernando Londoño, Alberto Casas y Darío Arizmendi, pilares de la moral nacional.
¿Podrá haber paz para un desempleado irredento cuando
repara que sólo tiene un maldito pasaje en la tarjeta de Transmilenio, y en la billetera tres recibos por vencerse en la
compraventa? ¿Hará lo mismo la madre cabeza de familia en el puente del
articulado de Soacha después de dos
horas de tormentosa espera, de empellones y madrazos, antes de acceder al
vehículo que la llevará al otro extremo de la ciudad donde se gana el sustento
aseando baños? ¿Tendrá paz en su corazón
el hijo de la paciente longeva que murió en las baldosas de la sala de
urgencias porque su EPS le puso trabas? ¿Vivirá en paz el humilde propietario
de la panadería que se ve obligado a pagar la vacuna, previa advertencia de que
le vuelvan añicos su local con un petardo? ¿O el veterano atribulado en el laberinto kafkiano de un interminable papeleo, engorrosos trámites, eterna paciencia, en busca de una pírrica pensión?
Que tu torcaza triunfal, Chócolo, dure mucho más que la palomita
que el gobierno de Santos le va a
dar a los farianos a partir del
armisticio habanero. Que no se vaya a cagar la plumífera encima de ese histórico
documento garrapateado a la ligera, porque harán falta funerarias y carpinteros
para enterrar a los muertos del posconflicto. y más allá del posconflicto, en
esta nueva guerra sin treguas que nos señaló el destino mucho antes de que
estas parcelas de cinco vecinos recibieran por nombre Colombia, nación emblemática del aguardiente y el machete; de la
mentira, la corrupción, la mafia, el odio y la venganza, hasta la coronilla de
tantas cagadas.
Si don Álvaro, el
del Ubérrimo, y sus peones de brega
siguen insistiendo en el ruido sincopado de las metrallas, es porque, está
visto, ya tienen encendida la antorcha crepitante del acabose y la cizaña. ¿Qué
ejércitos apocalípticos nos esperan? ¿Qué tridente para escarbar en el azufre?
¿Qué asmodeos? ¿Qué bárbaros? ¿Qué leviatanes?
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