Preciosa postal de María Eugenia Dávila, a quien recordaremos siempre. Foto: Abel Cárdenas |
Mis primeras revelaciones
íntimas de María Eugenia Dávila
datan de finales de los 70 y principios de los 80, cuando salía presurosa y con
gafas negras de los estudios Gravi,
en la avenida 19 con carrera 5°, en Bogotá.
A menudo la
veía caminar por ese sector otrora de delicias gastronómicas, cafecitos de
intelectuales y tabernas, como la München
o la Bávara, que en temporadas
estivales ofrecían a universitarios y enamorados promociones de combos de
cerveza del barril, hamburguesas doble piso y crispetas de matiné.
María Eugenia lucía por lo general, incluso en
tardes soleadas, maxifalda de paño escocés con botas de tacón corrido (o cubano
que llamaban), sobretodos de piel con largas bufandas retorcidas en el cuello,
gorros y guantes de lana que le daban una apariencia, no de la célebre y
virtuosa actriz que hoy luctuosos añoramos, sino de una vedette parisina de
pasos perdidos en Saint-Germain-des-Prés
o Montparnasse.
Se
desplazaba rígida y seria, marcando un andar casi marcial que reflejaba su
personalidad férrea, un carácter afilado con barbera, y una mirada de hielo,
impactante y escrutadora, que se hizo habitual en la mayoría de roles que
desarrolló en el teatro, el cine y la televisión.
Armada con
su cartapacio de libretos de un número considerable de novelas, unitarios, dramatizados, en ese entonces los de Hato Canaguay -que protagonizó con Camilo Medina, Ronald Ayazo y Jaime
Saldarriaga-, la veía a hurtadillas tras la vidriera del Coffee-Shop, refugio amañado de
artistas, tomando un expreso y aspirando con ansiedad un Camel o un Lucky Strike
con pitillera que desguazaba en coronillas, señales fúnebres de la muerte de la
tarde.
Por esa
época yo vivía enamorado en silencio de María
Eugenia Dávila, en la edad triste de las primeras ruinas, que es cuando,
aprisionado en las veleidades de la juventud, soñábamos pernoctar en una
mansarda propia del exquisito Park Way
de la Soledad, después de tomar té
helado con chicas primorosas en el Yanuba
de Quinta Camacho, y dejarlas a cada
una en los umbrales de sus casas en el ‘escarabajo’ de moda con la mítica foto
de los Beatles cruzando la cebra de Abbey Road.
Su altura histriónica, su personalidad férrea, su sello personal, perdurarán siempre. Foto: eltiempo.com |
Pero eran
solo ilusiones que se esfumaban como las coronillas de los Lucky Strike de María
Eugenia. Igual me daban celos rancios de Otelo cuando la observaba rodeada de sus compañeros de trabajo en
pantalla, de los más frecuentes, los dos primeros fallecidos, Jorge Emilio Salazar y Diego Álvarez, y Luis Fernando Montoya, su ‘parcero’ de la última etapa, cuando ella
decidió protagonizar su lúgubre novela, la de su propia existencia, con un
libreto dictado desde las profundidades del averno por el mismo Charles Bukowski.
Amar en
secreto a una mujer de la raza y el talento de la entonces señorita Dávila, primera figura de los
dramatizados en Colombia, era un asunto de coraje que yo me tomé a pecho.
Además de no
perderme sus telenovelas en el televisor en blanco y negro comprado en un
remate de las bodegas de Philips,
que era mi único lujo en el hostal de La
Candelaria donde vivía, cuántas veces me inscribí en la agencia de extras
de RTI, ansioso de tenerla más
próxima, de embriagarme con sus exóticas fragancias, de rozar por segundos mi
traje Valher de segundazo con su
miriñaque de Manuelita Sáenz.
Nunca me
llamó el ‘señor Porritas’, como se
conocía al coordinador de extras de la programadora. Como premio de
consolación, me enviaban con una ficha al relleno de graderías en las
grabaciones de Sábados felices, los
martes y los jueves, con Alfonso
Lizarazo y el mejor elenco del programa en toda su historia, liderado por Humberto Martínez Salcedo, el recordado
maestro Salustiano Tapias, padre
del -lo que se hereda no se hurta-
risible súperministro que hoy tenemos.
La inolvidable María Consuelo de Señora Isabel. Foto: quintopoder.com |
Así pasaron
años raudos de enamoramientos ficticios y descalabros económicos, lelo frente
al televisor con los personajes que con maestría interpretaba mi María Eugenia del alma. Tengo aun fijas
en la retina a la implacable matrona de Hato
Canaguay, a Chavela Rosales de Pero sigo siendo el rey, a Marciana Barona, de El bazar de los idiotas, a Rosa Molina de Quieta Margarita, a Flor
Contreras de Castigo Divino, a
la terrible María Consuelo de Señora Isabel (un homenaje de Bernardo Romero Pereiro a la portentosa
actriz en instantes difíciles de su vida personal por los que atravesaba), de un
ambicioso catálogo que le dio brillo a la mejor época de la televisión; sin
descontar sus extraordinarios roles en teatro, La Casa de Bernarda Alba, Yerma, A puerta cerrada, o sus
apariciones estelares en cine: Esposos
en vacaciones, y las inolvidables Tiempo
de morir, María Cano y Bolívar soy
yo.
Premios a
granel como el Nemqueteba de oro, el
Antena de la consagración, el Simón Bolívar, el India Catalina, entre otros reconocimientos, rotularon a la Dávila como la primera figura actoral
de Colombia, la más aplaudida y
celebrada, pero para desdicha propia, la más comentada de las revistas de
cotilleo por sus primeros escarceos con la botella y otros vicios innombrables.
En ese
capítulo de su descenso por las empinadas escalinatas de la fama y el
estrellato que ella construyó a pundonor, yo me desempeñaba como editor de
entretenimiento del antiguo diario El
Espacio, y hacía mucho tiempo que había descartado esa anhelada postal que
abrigué por años, la de compartir un capuccino
con ella en el Coffee-Shop de la 19
para tomar su delicada mano y expresarle cuánto me gustaba y la admiraba, perplejo
ante los relámpagos incendiarios de su mirada, y su boca de rubí.
Fue a
principios de 2000, en la arteria
ciega de la carrera 2° con calle 65, donde funcionaba la Casa del Artista, morada que con
grandes esfuerzos sostuvo María Eugenia Penagos
como refugio para sus colegas desvalidos y caídos en desgracia, que tuve la
oportunidad de ver a María Eugenia,
frente a frente, a solo una cuarta de distancia.
Ocupaba un
cuarto con Inés García, la imparable
activista de teatro de los años 60. Ambas derruidas, más por la amnesia y el
abandono del Estado, que por el inexorable paso del tiempo.
Uno de sus grandes roles en Pero sigo siendo el rey. Foto: Archivo Señal Radio Colombia |
Dávila fumaba, ya no el fino mentolado con
pitillera de sus años dorados, sino un cigarrillo barato que escurría una larga
ceniza de vidente. De entrada, con una voz ronca, me dijo que no quería
entrevistas. Que si se rehusó a concederlas en su mejor etapa de actriz, menos
ahora, apocada y desolada. Que prefería dejar así. Nada de palabras, nada de
fotos.
Entonces le
recordé cuando me quedaba absorto en mis pesquisas de enamorado solitario,
siguiéndola a escasos metros desde la salida de los estudios Gravi, ella embutida en sus abrigos de
noche, con sus gafas oscuras y el arrume de libretos en un folder, paso
acelerado, directo al Coffee-Shop.
-Yo estuve muy enamorado de usted, María
Eugenia, le expresé serio y franco, como si en realidad le estuviera
cobrando una antigua deuda sentimental de novio desaprobado. Y le enumeré en
detalle, una a uno, los personajes de la sarta de historias y dramas que veía
en solitario, en el televisor en blanco y negro de un cuartito milonguero y
desamparado como el que ella ahora habitaba.
-¡¿Usted estuvo enamorado de mí…?!, aludió con una sonrisa burlona, y
repitió la pregunta tres veces, con más socarronería, hasta explotar en una
estridente carcajada, en un delirio incontrolable, atragantada con la risotada
y el humo de su pucho barato. Inés
corrió a auxiliarla y a despojarla del chicote, y remarcó que esos ataques de
histeria que desembocaban en un fuerte de dolor de pecho acompañado de asfixia,
le daban con frecuencia, que por favor la disculpara.
Salí de la
habitación mustio, entristecido, con esa desazón que produce asomarnos al
acabóse de los grandes, de la gente que acuñamos como nuestra a pesar de la
distancia, de aquellos amores imposibles que la imaginación transmuta y nos
hace palpitar como reales en una región precisa e inevitable del músculo
cardíaco.
Descanse en paz querida y admirada María Eugenia Dávila. Foto: Abel Cárdenas |
Vivió y se
tragó la vida a su antojo. Y lo bueno o malo que haya hecho con su existencia, hace
parte del libreto propio que ella se encargó de interpretar: un desgarrado e
interminable monólogo con borrascas de Shakespeare
y Bukowski, por los caminos
pedregosos del infortunio, sin más complicidad que la de su propia sombra,
hasta el final de sus días, en la misma fecha en la que nació hace 66 años, la madrugada del sábado 9 de mayo de 2015, como en la película
que actuó bajo la dirección de Jorge Alí
Triana: Tiempo de morir, hora
del merecido descanso.
La función,
para Dávila, ha terminado. Pero el
eco del aplauso de todos quienes la amamos y admiramos, perdurará solemne en el
transcurrir de los días, en este caro e ineluctable oficio de vivir, en la
soledad del gran teatro que nos ha deparado el destino, para bien o para mal,
entre la comedia y la tragedia.
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