El niño atento a las batallas que se libran en tableros. Foto: La Pluma & La Herida |
Ricardo Rondón Ch.
En esta
calle está una porción del mundo: Un veterano
hippie hortelano de la sicodélica época del parque de Las Flores del Chapinero de los años 60. Un jubilado de la Telefónica
que madruga a romperse la cabeza con las ecuaciones del gran Capablanca. Un niño. Y los peatones que
sortean miradas de reojo ante las batallas que se libran en los tableros.
La misma calle donde acribillaron en
el 48 del siglo pasado a un hombre del pueblo que quiso ser presidente de Colombia y pagó con su linfa una aspiración que por esa época
estaba negada a los de barriada con ínfulas de caudillos y emancipadores. Como los gatos, a veces nos termina matando
la curiosidad, sobre todo cuando de poder se trata.
En esta calle, la ‘Séptima’, y por supremacía económica, se
trenzaban a menudo los esmeralderos a plena luz del día entre ráfagas de
pistolas automáticas importadas de Italia.
Eran segundos cinematográficos que dejaban como saldo uno, dos y más muertos,
por ambiciones mezquinas. El verde
prístino de las gemas era opacado por la sangre de los muertos.
A escasos metros donde murió Gaitán -de paño y cabello lacio
engominado-, y años más tarde un racimo
de guaqueros, el niño atento a las
jugadas de los viejos vive su propia fantasía, lejos del mundo real,
distante de aquella calle que puede ser la misma en cualquier capital
latinoamericana:
Trepidar de
automóviles, vocinglería de buhoneros, peatones anónimos, desocupados, muchos
desocupados, oficinistas a punto de
franquear la delgada línea del suicido, mujeres con un pasado de
telenovela, uno que otro criminal que
avanza presto en pos de un objetivo siniestro, un violinista de otras
tierras que intenta afinar los acordes del concierto
N° 5 de Paganini, un aburrido lotero, un pequeño perdido entre la
muchedumbre en una mañana gélida de comienzos de semana.
Absorto en
los movimientos de las fichas y mientras
el tiempo asesino del cronómetro se refleja a cuchilladas en las miradas de los
jugadores, el párvulo esgrime las primeras conclusiones de la vida,
acérrima batalla que sólo termina, para bien o para mal, cuando asoma, en el
instante menos pensado, la puñetera muerte.
Como en el
territorio ajedrezado, siempre habrá un
rey que después de proclamado nos fastidie. Una reina infeliz que empeña sus joyas para que su alfil de confianza
venza la terquedad de conquistar nuevos mundos. Una torre desde donde se
divise un mar y un cielo que en lontananza se confunden. Un brioso caballo
atento al grito de guerra. Y un escuadrón de fieles soldados dispuestos a dar
la vida en honor a la patria.
En esas cruentas luchas imperecederas, en el sosiego de entreguerras, en
la victoria y en la derrota, el niño concentrado en las jugadas de los mustios
ajedrecistas, que como en las pugnas a gran escala persisten en liderar sus
propios ejércitos, comienza a deshilvanar los hilos de la astucia y de la
perspicacia, de la velocidad del
pensamiento, del tiempo a contracorriente, de ir siempre dos pasos adelante.
No será tan
incierto el futuro cuando se aferra a temprana edad a las leyes inconmovibles
que nos plantea el destino: Las de la sagacidad, la tenacidad, la capacidad de
aguante, el saber esperar, y el saber
entender ese equilibrio entre pérdida y ganancia, que no es otro dilema que
la cuerda floja en la que nos debatimos a diario.
Si el
guerrero en ciernes acata a tiempo esas normas, pierda o gane, el hombre del
futuro habrá librado la más compleja de las batallas terrenales, que es la vida, el arte de vivir, hoy por hoy, el
de sobrevivir, cuando la contienda se hace más pusilánime por el tener que por
el saber. He ahí lo que tiene a la humanidad en jaque.
Para algunos el ajedrez puede
resultar tedioso, monótono, pesado. Pero tiene su ciencia. Y como la de las matemáticas, es
exacta, nunca falla, así la partida se libre a puerta cerrada o en la feroz y congestionada
universidad del mundo: La Calle.
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