Por algo a la carnicería le dicen fama, y cría fama y... Foto: La Pluma & La Herida |
Ricardo Rondón Ch.
Eran los tiempos del pregón matutino, cuando el barrio era
barrio y en la tienda esquinera los viejos arreglaban el país a punta de lengua
mojada con cerveza. A primera hora del día se oía el eco del vendedor de peto o
mazamorra chiquita, del tamal y el envuelto calientes, de la sarta de nicuro y
bocachico; pero también del comprador de chatarra, ropa y libros viejos; de ‘botella
y papé’, y del legendario psicoanalista del pueblo, el que “arreglaba la-de-presión”,
y de paso le cambiaba el cauchito.
En el barrio Santa Sofía, en Bogotá, linderos del Polo Club,
por la calle 80, donde transcurrió mi infancia, eran infaltables en cada cuadra
la tienda de líchigo y la carnicería. Y las señoras se proveían a diario en canastos
de brazo. Entre las diez y las once de la mañana hervía el chismorreo en el
expendio de carne de don Puno, un hombre de mediana estatura, de rostro abotagado,
atacado por la obesidad, quien sentía una extraña fascinación por la carne
cruda, y que antes de consumirla, la olfateaba
con ansiedad animalesca.
La carnicería de don Puno, a propósito, llegó a tener
sobrada fama, porque allí se cocinaban entre lenguas ávidas los chismes más recientes
de la comunidad: la repentina bancarrota de un vecino, las pasiones concubinas
de un aparente marido modelo con la caleña del salón de belleza, el drama de la
pobre de doña Gertrudis con su hijo epiléptico, las muendas que don Heriberto
Gallo, empachado de anís y lúpulo le daba a media noche a la resignada de doña
Barbarita, su mujer; y hasta los amoríos clandestinos del padre Rigoberto con
la señorita Amelia, una zurroncita apetitosa encargada de la catequesis.
Así, entre pedidos de chatas, centro de cadera, pierna,
hígado, bola, murillo, hueso poroso, pulgarejo y guacharaco -este último un cartílago
grasoso con que preparaban la sopa de los perros-, el rumor y la maledicencia
se cocinaba a fuego lento, con intervalos para actualizar las últimas noticias
de las telenovelas del momento, ‘Simplemente María’, ‘Esmeralda’, ‘Natacha’, ‘Pinina’,
y todos esos dramonones lacrimógenos que llevaban la rúbrica de las dos papisas
del culebrón ancestral: Corín Tellado y Caridad Bravo Adams.
Era el cotilleo efervescente entre reses colgadas y
menudencias, y mientras el gordo Puno picaba hueso con su afilada hachuela y envolvía
el producto en papel periódico, las lenguas viperinas se entregaban, sin
resquemores ni miramientos, al placer
nacional por antonomasia, para el que no hay que hacer reservas ni comprar
boleto, el de rajar del prójimo, confrontar sus debilidades y miserias, y
celebrar entre murmullos los desafueros de cama y los epílogos, por lo general criminales
y luctuosos, derivados de traiciones y adulterios.
Recuerdo que por un rumor confirmado, el mecánico Abel
Rodríguez, envenenado en su honor de macho, acabó a cruceta limpia con la vida
de su mujer, una alentada y robusta hembra de entre casa, madre de un crío de
brazos, luego de enterarse de que esta le ponía los ‘cuernos’ con un agente de
la policía, que puso pies en polvorosa después de cometido el crimen, y de
quien jamás volvió a saberse de su paradero. El homicida en cuestión se entregó
a la justicia. Y de la portadora del letal chisme se supo que de la noche a la
mañana cambió de domicilio sin dejar el menor rastro.
Yo no entendía cómo ciertas damas se enteraban de tantas
cosas y sin mediar preguntas lo hacían público entre murmuraciones de oreja, en
un lugar que a mi escasa edad me producía espanto, el de la carnicería, con sus
paredes de pedernal salpicadas de sangre, cadenas y filosos ganchos de donde
pendían trozos de vacas, toretes y marranos despellejados, y de ellos mismos
algunas cabezas en el mostrador de la báscula, aún con la mirada congelada de
la muerte, del suplicio carnicero, que en esa época se ejecutaba en el Matadero
Municipal, donde hoy se erige, conservando su arquitectura y su torreón, la Biblioteca
Central de la Universidad Distrital.
Quedé con esa fijación de por vida: la del expendio de carnes
y el conciliábulo de las chismosas como un acto de alguna manera carnicero,
porque de eso se trata el enredo: de despellejar y diseccionar a un ser humano en
su privacidad, esculcar hasta las vísceras en sus errores y defectos, escarbar
a más no poder en su lastre y desdichas, para luego exhibirlas como trofeo de
caza entre la colectividad.
La Red: una suerte de carnicería cosmética y sofisticada, con los últimos avances de la tecnología. Foto cortesía: Caracol Televisión |
No todo el mundo goza de esa facultad que es sincronizar el
radar para atrapar cuanto chisme sea posible y transmitirlo con deleite y sorna,
y con esa teatralidad tan propia en los chismosos profesionales, como suele
verse en los tiempos actuales, que han convertido la glosa y la murmuración en una próspera industria
mediática, la más rentable y solícita para la pauta, verbigracia el fenómeno
masivo y de más alto rating representado en La Red.
¿Y qué es La Red? No es necesario ser un crítico de
televisión para entender que es una suerte de carnicería posmoderna sujeta a
los cánones de la refinada cosmética y el desmesurado avance tecnológico, donde
hacen pailla con la vida íntima de los famosos.
La otrora bata blanca del carnicero, salpicada de sangre de
ganado, fue remplazada por las últimas tendencias de Zara, Ricardo Pava y Gino
Passcalli. Y los ganchos y las cadenas donde colgaban las reses recién
sacrificadas, por paneles multicolores de robótica digital. El papel periódico
fue suplantado por tablets última generación, y el agujero de la chapa por sofisticadas
cámaras de largo alcance, capaces de narrarte en detalle esta vida y la otra.
Y fuera únicamente contar el chisme. Es la materia prima del
citado programa, por supuesto. Pero para contarlo, para hacerlo más vivo y
próximo al televidente, sus oferentes, en cada emisión, arman un andamiaje, una
puesta en escena, que hubiese deseado Shakespeare para el montaje de sus grandes
obras: ‘Hamlet’, ‘Otelo’, ‘Macbeth’, ‘La tempestad’, ‘Romeo y Julieta’, etc.,
etc.
El poder, la fama, la derrota, la frivolidad, los celos, la hipocresía, el mercado de las
apariencias, las bajas pasiones y los descalabros de la condición humana,
referentes de la enorme dramaturgia del escritor inglés, están ahora en boca
ardiente de estos destazadores con licencia, dispuestos a hacer de sus víctimas,
durante tres y más horas, el más opíparo de los banquetes de fin de semana, con
resultados extraordinarios de audiencia. De hecho, La Red es uno de los
espacios mejor pautados de la televisión colombiana.
¿Y cuál ha sido la fórmula del éxito? Justamente eso: gozar del
almacén más completo y actualizado en materia de chismes y fisgoneos, y saberlo
vender, traducido en escenificar lo que se está contando, apropiarse de un
cinismo que raya en la crueldad shakesperiana, y montar un carnaval risible y esperpéntico
en el que al final la presa queda reducida a una manotada de hilachas y huesos.
¿Puede haber un chismoso más cínico que Frank Solano, el Deepak
Chopra del infundio y la habladuría? Agregado a su repentismo de palabrero guajiro y a
ese veneno a cuentagotas que le imprime a sus desparpajados rumores? Solano no
sólo mata y despelleja la res, sino que se para encima de ella y disfruta su
cacería a mandíbula batiente.
Carlos Vargas está en mora de ser reclutado en las huestes
de Jorge Alí Triana. Su capacidad de histrionismo es insuperable. Le luce todo
lo que se ponga, las musarañas que hace, sus arrebatos e impertinencias, sus
ridiculeces; su linfa carnestoléndica está hecha a la medida del programa, que
cumple con su objetivo: hacer de la murmuración un espectáculo de carpa.
Cualquier día va a recibir una convocatoria del Circo del Sol.
No sucede lo mismo con la oxigenada rubia Mary Méndez, que siempre
ha llevado la misma línea de presentación, y que adolece de creatividad y
sentido de improvisación. Además, ese ‘mi amor’ reiterativo en su vocecilla aflautada,
ya se torna incómodo, cuando no fastidioso. Ronald Mayorga y Carlos Giraldo son
dos galgos entrenados para husmear el chisme y dar con su paradero a toda costa, como esos detectives de las agencias de infidelidades: con
su respectivo brochure de seguimiento, audios y fotografías, bajo el eslogan de
‘Nadie se nos escapa’.
Graciela Torres, la popular 'Negra Candela', pionera en Colombia de la crítica y la habladuría mediática. Foto cortesía: RCN Televisión |
Todos ellos, sucesores de quien hace veinticinco años se
impuso en la plataforma mediática como la lengua más demoledora y temible:
Graciela Torres Sandoval, La Negra Candela, divulgadora de los escándalos más
tenaces y trascendentales de la farándula criolla, varias veces demandada y
amenazada, pero siempre incólume a toda clase de afrentas, quien hizo del
chismorreo una aventajada empresa que le ha deparado satisfactorios dividendos.
Cuentan que la fortaleza que comparte con sus dos hijos, al norte de Bogotá, es
digna de un magnate. Le queda una pizca de pudor como para no haber permitido
el ingreso de las cámaras de Metro Cuadrado.
Lo curioso de ‘La Negra Candela’ es que se inició en el
periodismo cultural en la Radio Nacional de Colombia, pero cuando llegó a la
redacción de la revista Vea a principios de los años 80, encontró el nicho ideal
para afilar esa daga con la que por varias décadas ha despresado sin
contemplaciones de ninguna índole a un sinúmero de protagonistas del mundillo
del entretenimiento, ya en la radio (‘Picantísimo’), en la televisión (el
desaparecido ‘Lavadero’), o en sus columnas de prensa escrita como ‘Juan sin
miedo’ (del antiguo diario El Espacio), una de las más emblemáticas y leídas en
el concierto del rumor y la crítica.
¿Quién que se precie de famoso no se ha salvado de un
chisme? ¿O quiénes de los anónimos no hemos estado, para bien o para mal, en boca
de un chismoso, y no necesariamente desde el espectro televisivo? El chisme,
como la carne fresca de don Puno, es proclive a la tentación, al deseo. Y si somos chismosos
por naturaleza, es porque en el entramado electroquímico del que estamos
hechos, hay un reactor en mayor o menor grado llamado morbo que, cuando se
activa, segrega una sustancia similar a las de las feromonas sexuales, y no
quedamos tranquilos hasta satisfacerlo.
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