El Cole en el Maracaná, compartiendo la soñada copa con un compatriota durante el histórico partido Colombia-Uruguay. Fotos: colectivo Ovación-Fanaticada |
Ricardo Rondón Ch.
¡Eh, Cole!, ¡Vale, Cole!
Minutos antes del partido histórico de Colombia con Uruguay
en el Maracaná, la sofisticada cámara drone de la FIFA le había hecho un
primero plano de su rostro con antifaz escarchado de la tricolor y el copete
cual llamarada que simula la Copa Confederación. El Cole, entre una marea de
aficionados de su tierra, batió sus alas, sonrió y la postal le dio la vuelta
al mundo.
En la casa del Cole, en el barrio Los Trupillos, de
Barranquilla, doña Nancy, su esposa, sus hijos y sus nietos, también celebraron
esas inolvidables ráfagas de segundos que ofrece los milagros de la ingeniería metratónica
en la cita más importante del fútbol orbital, en el estadio consagrado al
último rito pagano de la humanidad, el orgullo mayor de los pentacampeones del planeta,
pero también el escenario luctuoso de aquel 16 de julio 1950, cuando Brasil
cayó vapuleado por la garra charrúa en el minuto 34 del segundo tiempo, cuando
Alcides Edgardo Ghiggia espoleó el zapatazo que le dio la victoria (2-1) a la
escuadra uruguaya. El ‘Maracanazo’, el silencio más largo y desolador de la
historia.
Y allí estaba el Cole, en las graderías del Taj Mahal de los
brasileños, cumpliendo a su cita, después de dieciséis años de sequía, con el
corazón henchido de pasión, ¡vaya, Cole!, no te excedas de serotonina que ya no
estás para que tu trajinado miocardio aguante como antes la propulsión a chorro
de tu amor por la Selección. ¡Epa, Cole!, que te viste el mejor partido de tus
pupilos, el mejor gol que Colombia haya anotado en un campeonato del mundo, el
triunfo apoteósico de una nación entera que se quedó sin garganta gritando
durante varios días; ‘¡Colombia, Colombia, Colombia…, mi patria querida!’.
El grito del gol en la garganta del hincha emblemático de la Selección Colombia, esta vez en el mítico Maracaná. Foto cortesía AFP |
Qué dirá ahora el narrador Edgar Perea, cuando en Estados
Unidos 94 te achacó la culpa del desastre nacional, especulando ante micrófonos
que tú habías sido el “avechucho de la mala suerte”, el causante de la
desgracia, y entraste en angustia y depresión por las falsas habladurías, y
temiste por tu vida y la de tu familia, porque no te podía caber en la cabeza
que un hincha de corazón como tú, un ser inofensivo como tú, un carigüeta de la
euforia y del sentir del pueblo como tú, pudiera llevar sobre los hombros una maldición
depredadora, una peste intestina, como aseguró el Gran Changó de la narración
deportiva.
Ahora te sacabas el clavo, Cole, empenachado de éxtasis, mostrando
en tu pecho la inscripción ‘Cristo te ama’, cantando a más no poder los goles
de James, el primero, que te hizo exprimir lágrimas purificadas de
un pájaro sexuagenario, lágrimas de felicidad que se escurrían por tu antifaz
tricolor y que por los tintes del mismo, tomaron el color metálico del oro; y
luego el segundo de James, Cole, el del pase de Cuadrado, ¡carajo!, otra
pintura: no terminabas de reponerte de la exaltación del primero, cuando la
amarilla en las tribunas se desbocaba ante el frenesí del remate, con un
Uruguay vencido, un Cavani desencajado y un Tabarez con el rictus fúnebre del
acabóse.
Entonces te empinaste conmocionado y el drone te volvió a
ponchar, como también lo hizo el poderoso lente de la cámara de AFP que dejó
estampada para siempre tu alegoría en el Maracaná. Y tus nietos chiquilines
volvieron a gritar desde tu cuarto, en tu modesta casa del barrio Los Trupillos:
‘Abuela, ahí salió otra vez el abuelo’, y Nancy, tu mujer, tuvo que volver a limpiar
sus lentes empañados de llanto, ella que ha llorado tanto por ti, Cole, que se
merece la Cruz de Boyacá por ser la depositaria de todas las cruces que ha
llevado a cuestas durante tantos años de llevarte la cuerda, tratando de
descifrar sin poder el animalejo indómito que llevas dentro, que no es otro que
el hincha pasional y fervoroso, el de las alas de satín y cresta magenta,
promotor inagotable de tus fabulosos disparates.
Con César Augusto Londoño y el signo de la victoria ante los apoteósicos triunfos de la tricolor |
Por fin, Cole, por fin. Por fin se hizo el milagro gracias a
ese patriarca llamado José Pékerman, a su sabiduría, a su templanza y a ese orden
impuesto desde que asumió su liderato, en la concentración, en el campo de
entrenamiento, en la estrategia honesta; no en la dictadura rosquera de tantos
años, en el amancebamiento de la dirección técnica con la prensa corrupta, no en
los intereses propios de la Dimayor, el engaño y el despilfarro. Como dice
Daniel Samper Ospina en su más reciente columna de Semana: Lo que estamos
viviendo y disfrutando, se lo debemos a la amante incógnita del ‘Bolillo' Gómez.
Sí, Cole, con Pékerman, otro gallo cantó y otros son los
frutos cosechados. Y hasta allá te fuiste tú, maltrecho de tus coyunturas,
dolido del tobillo derecho y de la chocozuela izquierda, como el último pterosaurio
del Caribe, a ser testigo y notario de esa afortunada cosecha. Valió la pena,
Cole; claro que valió la pena emprender el itinerario del 12 de junio,
Barranquilla-Bogotá, Bogotá-Sao Paulo, Sao Paulo-Belo Horizonte (el primer
partido ante Grecia), de ahí a Brasilia (contra Costa de Marfil), y después a
Río de Janeiro, ¡Oh!, grande Río, tu sueño hecho realidad el 28 de junio de
junio, tal cual lo tienes apuntado en tu libreta de resorte, “Día histórico
para la república de Colombia, en el Maracaná, Colombia 2, Uruguay 0. Goles de
James Rodríguez”.
Las copas más deseadas a la salida del Maracaná. Notoria presencia de la hinchada colombiana en Brasil 2014 |
¡Vaya!, Cole, que lo lograste. “Me da temor”, me habías
dicho días antes de tu viaje en Bogotá, en la feria del libro, cuando te
convocó la editorial del escritor y crítico argentino Jorge Barraza (‘Fútbol de
ayer y de hoy’) para hablar de fútbol, de la esencia y la pasión del hincha, de
la Selección Colombia, de Pékerman, de tu penúltimo ‘vuelo’, decías, porque no
descartas Rusia 2018. “Me da temor porque ya estoy en el piso 6°, apartamento 1”,
refiriéndote a tus 61 años, 25 de ellos en estas bregas, pasando páginas y páginas
de lo bueno y lo triste hasta la fecha.
Como cuando por el amor desmedido por la tricolor estuviste
a punto de matarte en 1990, en tu aparición oficial como Cole en las graderías
del estadio Guiseppe Meazza, Mundial de Italia, en el memorioso partido de
Colombia contra Alemania. El Cole enfundado en su overol, con las alas
sostenidas por unos tubos PVC, como ha sido siempre, el rostro pintado como una
chiva de cerámica y la cresta emblemática, caída libre en el preciso momento en
que Freddy Rincón le apuntó un golazo a los teutones que le sirvió el ‘Pibe’
Valderrama.
Era el minuto 47 y el Cole se fue en picada, porque dos de
los tres hinchas colombianos que aseguraban al pajarraco humano de una soga,
alzaron los brazos emocionados por la anotación y lo que vino después fue una algarabía babélica de aficionados que
no entendían como aquel bicho carnestoléndico y patafísico había caído de
repente sobre la multitud. Claro, tenía que ser un colombiano, un coleto de
Curramba, como le dicen allá a los que tienen desatornillado el engranaje
cerebral.
Una simpática parodia del mordisco del uruguayo Luis Suárez pero a la colombiana. Puro ingenio criollo |
Con un esguince en el tobillo derecho y magulladuras en
brazos y piernas, el Cole, con las ‘alas’ puestas, se incorporó como pudo para
celebrar a mandíbula batiente el gol del coloso de Buenaventura, sin reparar en
el fuerte dolor de sus contusiones. Hasta ese momento, había dormido varias
noches en los recovecos de las estaciones del metro de Milán, en parques y
trasnochaderos de rumba, y el alimento diario se reducía a una porción de pizza
con una Coca-Cola.
Pero el Cole por esas fechas apenas tenía 36 años, y a esa
edad todavía no duele nada, ni la gurbia enciende alarmas en las tripas, ni hace
mella el sueño ni el cansancio, menos cuando la esférica gravita a mañana,
tarde y noche en una copa del mundo, en Italia, y un hincha de su nervio y enjundia
siente el palpitar de su Selección en la sangre al compás acelerado del
diástole y el sístole.
Hoy, en Brasil 2014, el Cole, a sus 61 años, ya no cuenta
con los mismos arrestos físicos de la Italia del 90, pero sí conserva intacto el
ardor crepitante del hincha. Han pasado muchas cosas desde ese entonces. Nancy,
su mujer, lo cuida y lo encomienda en sus oraciones, más como una madre que
como una esposa; sus hijos, Lizeth y Johan, ya son treintañeros: la primera le
ha dado dos nietos y con ellos convive en su morada, que él se ha empeñado en transformar
en museo; sus patrones laborales siguen siendo los mismos de hace 21 años: los
hermanos Christian y José Manuel Daes, propietarios de la firma Energía Solar y
Tecno Glass, quienes le han patrocinado sus aventuras mundialistas: cinco copas
del mundo, nueve copas América, un Mundial sub-20.
La belleza colombiana estupefacta ante los golazos de James Rodríguez, el crack de Brasil 2014 |
Asiste puntual al culto dominical de medio día de la Iglesia
Carismática Católica Formando el Cuerpo de Cristo, adoctrinado por Nancy, su
cónyuge, después de compartir con él una temporada en el infierno, producto de
su desenfreno alcohólico, del abandono y el desinterés por sus críos pequeños,
de noches en vela rezando por él, de escándalos bochornosos con mujerucas de
cantina, de ofensas, maltrato e infidelidades.
“De todo eso me arrepiento”, agrega el Cole. “Y le doy
gracias a Dios por la mujer que me dio. Ella es mi salvadora, mi confidente, mi
oráculo. Sin Nancy, yo no estaría contando esta historia. Ahora soy un hombre
totalmente opuesto al que era antes: renovado, entregado al Señor, a mi familia,
a mis nietos y a mi trabajo, que es el de mensajero en Energía Solar y Tecno
Glass, la firma que tiene embellecido el nuevo aeropuerto El Dorado. Me siento
dichoso de servirle a Cristo, a mi país y a la Selección Colombia”.
Y lo está cumpliendo en Brasil. $40 millones le aportó su
empresa en tiquetes y viáticos para que cumpliera a su epopeya por el gigante
suramericano. Ahora, su nueva estación, Fortaleza, este viernes 4 de julio, para
el partido Colombia-Brasil. El Cole presiente que algo extraordinario va a
pasar en esa cancha. Y quien escribe estas líneas se une al buen presagio, sustentado
por la oportuna tesis de mi compañero de escritorio por varios años en estas gestas
periodísticas, el profesor Eduardo Yáñez Canal: “Colombia tiene el mejor equipo
de su historia, y Brasil, el peor”.
¡Vaya, Cole!, empieza a batir de nuevo tus alas.
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