lunes, 28 de octubre de 2013

Marielita, la del Viejo Almacén

Mariela Cruz Marín, propietaria del Viejo Almacén, bar emblemático del tango en Bogotá (Colombia)

Ricardo Rondón Ch.

Para Mariela Cruz Marín, la dama más querida y admirada de la bohemia bogotana, el cuadro de Carlos Gardel que hace treinta y seis años la acompaña en su negocio, inspira la misma devoción que pueda atesorar una beata de antaño, de camándula y rodilleras, por aquellos retratos del Sagrado Corazón, que en tiempos remotos no faltaban en las salas de recibo de las casonas jardineras de Antioquia y sus alrededores.

Si el veterano campeón de ciclismo Martín Emilio ‘Cochise’ Rodríguez, al decir en la memorable crónica del ‘Profeta’ nadaísta Gonzalo Arango, ostentaba ‘el Sagrado Corazón de Jesús más feo del mundo’, reteñido, excesivamente maquillado, con el músculo cardíaco en llamas y un marco de carnicería, Mariela Cruz Marín se jacta de su reliquia de arrabal, ‘El Morocho del Abasto’, que tiene entronizado en su templo de tanguerías, ‘El Viejo Almacén’, que ella limpia a diario con alcohol y bayetilla, y en quien ha depositado sus votos de protección, salud y bienaventuranzas.

Marielita, como la llaman con cariño sus clientes y contertulios de toda la vida, habla a menudo con Gardel, y no porque le falle la molondra, ni más faltaba -a sus 77 años está igual de lúcida como en sus 30’s-, sino porque se ha tomado a pecho el arrebato místico de ver en el ‘Zorzal criollo’ al compañero inseparable de sus bregas tras el mostrador, con su arrumaco de miles de discos en 78, 45 y 33 revoluciones, poniendo tangos como ninguna, que ha sido la empresa sentimental que le ha dado para levantar a sus dos hijos, Pachito  y Jhon Jairo (este último un sobrino al que quiere como si fuera de sus entrañas), y para dejarle a la capital esta noble franquicia de arrabal, que no será de las mismas proporciones arquitectónicas y culturales del ‘Viejo Almacén’ del sector de San Telmo, en Buenos Aires; o el de la Calle ‘Ramón Gómez de la Serna’, en Madrid España, pero que en este recoveco que abre los portones del barrio La Candelaria, acuña y resume cientos de anécdotas pasadas por el tamiz de la nostalgia.



‘El Viejo Almacén’ de Marielita tiene sus orígenes en el primer barcito que abrió su esposo, el recordado Francisco Eladio Restrepo, cincuenta años atrás, en la calle 3ª entre 9ª y 10ª, y que tuvo por nombre ‘El Cambrión’ (hierro macho de los tacones femeninos), que despachaba por igual tangos, milongas, rancheras, valses, boleros, música de carrilera.

Allí se empezó a forjar la colección de más de dos mil tangos que hoy orgullosa conserva Mariela, de los más antiguos, los de Margarita Cueto, Juan Arvizu, Juan Pulido, y por supuesto, Carlos Gardel, el ídolo y santo de esta buena señora que, a la muerte de su esposo, tomó las riendas del negocio y lo trasladó a la calle 12ª con carrera 5ª, arriba del desaparecido Teatro Popular de Bogotá, un local pequeño, estrecho, con no más de cinco mesas, que se fue acreditando con el nombre de ‘Marielita’.

Detrás del mostrador, en un cajón de madera, donde anteriormente venía la cerveza, envuelto en un par de cobijas dormía su crío, Pachito, en noches novelescas de compadritos, malevos y lunfardo, como en la mentada ‘Cumparsita’ de Julito Sosa:

“Porque cuando pibe me acunaba/ en tango la canción materna/ pa’llamar el sueño y escuché/ el rezongo de los bandoneones/ bajo el emparrado de mi patio viejo/ porque vi el desfile de las inclemencias/ con mis pobres ojos llorosos y abiertos/ y en la triste pieza de mis buenos viejos/ cantó la pobreza su canción de invierno...”.

Años de trajines, de batallas, de desvelos, y Marielita siempre incólume, sin bajar la guardia, con ese tesón y coraje de las mujeres de época, trabajadoras de largas jornadas, consagradas a sus hijos en levante.

Eso sí, con un carácter y un temperamento marciales, y no porque sea oriunda de Pijao (Quindío), “tierra donde no hay cupo para cobardes”, sino porque debía imponer su genio y matriarcado cuando la necesidad lo exigía, si se tiene en cuenta que no es tarea fácil para una mujer lidiar a media noche con turbas de borrachos tercos y cansones que se niegan a pagar la cuenta, que quieren armar chichonera, o cuando no, que se escabullen al menor descuido sin cancelar.

En ese sentido, Mariela, en todos estos años, tiene un respeto ganado a pulso. Sus clientes, los del antiguo bar, que siguen siendo en su mayoría los mismos del ‘Viejo Almacén’ de hace dieciocho años, la quieren, la admiran, le celebran sus cumpleaños, la llaman a su casa cuando por enfermedad se ausenta, y algunos, los más desamparados y  desprotegidos, la ven como a esa mamá putativa a quien confían, al calor de unos tragos, sus cuitas y derrotas.

Mariela, como buena paisa, también se los toma: puros, sin pasantes, ‘fondo blanco’, el primero por su difunto cónyuge Pacho Eladio, el segundo por Gardel, el único galán, fuera de su marido, que la ha hecho perder la cabeza por su voz, su talante, sus hermosos tangos, “y esa sonrisa de perlas” que de entrada ilumina su estancia.

Por ese ‘Viejo Almacén’ de sus amores, han pasado personajes de la vida nacional: ministros, magistrados, escritores, poetas, pintores, periodistas, gentes sensibles y de acervo cultural que encuentran en la melodía de arrabal el mejor oráculo para sus hondas reflexiones.

En esa barra y en esas mesas que si mi Dios contara, han germinado muchos romances, sellados con el tiempo en matrimonio, la mayoría con Mariela como invitada de honor, cuando no madrina; pero en esa misma proporción, diluvios de lágrimas y acabóses, cuando el amor finiquita y ya no tiene remedio, y es cuando el tango y el licor interceden como placebo para sanar las heridas.

Varias veces escuchamos en penumbras al poeta Mario Rivero (q.e.p.d.) con su voz de cantor de tangos -lo fue en su juventud- entonar ‘Sur’, de Homero Manzi, y otras páginas del repertorio porteño, para rematar con su ‘Tango para Irma la Dulce’, esa exhortación panegírica a las mujeres de vida undívaga, sacerdotisas del amor silente, lento y escondido en ‘cuartitos azules’ impregnados de ginebra.

O, a Rogelio Salcedo, el cliente más antiguo de Mariela, con treinta años de maduración, llorar a lágrima viva y en solitario escuchando ‘Balada para un loco’ y ‘La última curda’ en la voz de Roberto Emilio ‘El Polaco’ Goyeneche; y a Mario Espinoza, otro de los ilustres de la vieja camada, soltar las piolas de su enciclopedia de autores y tangos, memorabilia exacta y con lujo de detalles del acontecer tanguero.

Hoy, curiosamente, ‘El Viejo Almacén’ cuenta con una clientela que no pasa de los treinta años, y hay que ver estos jóvenes vigorosos, la mayoría artistas y universitarios,  bailar tango como sombras chinescas en el escenario, frente a la réplica del obelisco bonaerense, y ante la inspección atenta y exigente impresa en un ‘dummie’ de Gardel.

El eterno Gardel de ‘El Viejo Almacén’, que cobra más solemnidad y veneración cada 11 de diciembre y cada 24 de junio, que son las fechas del natalicio y del trágico fallecimiento del ‘Zorzal’, y que Mariela conmemora desde su tabernáculo con los discos aún empacados en sobres de papel de arroz y copas pletóricas de ajenjo, en nutridas y fervorosas ‘homilias’ tangueras que se prolongan hasta que se apagan los faroles.
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1 comentarios

  1. Extraordinario, Dios siga conservando estos sitios maravillosos que tantos recuerdos e historias nos regalan.

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