Luis Sossa, el 'Mini Charro de América', torero bufo e intérprete de rancheras, interpreta a todo pulmón "Por el amor a mi madre", del legendario Antonio Aguilar
Ricardo
Rondón Chamorro
(Fotos: Ricardo Rondón Ch.)
Entre pretinas y nalgatorios, con su metro y catorce
centímetros de estatura, vestido de mariachi, cartuchera al cinto, hebilla de
herradura, botas texanas, sombrero ranchero, asido a un bastón, y micrófono en
mano, Luis Sossa, oriundo de Puerto Berrio, Antioquia, se abre paso en el
corredor del articulado para entonar a todo pulmón Por el amor a mi madre, de su alter ego Antonio Aguilar.
El vozarrón del Mini
Charro de América, como lo bautizó el comediante puertorriqueño Julio
Zavala cuando concursó en Yo me llamo,
hace eco en los vagones gracias a Raspachín,
su joven ayudante que lidia con el parlante entre pasajeros.
Una vez concluida la tonada, se oyen vítores y aplausos,
y el mini charro, entusiasmado,
despacha Adolorido, también del
recordado ídolo de Zacatecas, para redondear las propinas que pasa a recoger su
auxiliar.
Dos días antes del anuncio de simulacro de aislamiento
por el brote Covid19 en Bogotá, que se hizo efectivo el viernes 20 de marzo de
2020, Sossa, que rebuscaba el sustento con sus rancheras en transmilenio, y en presentaciones
de asaderos y minimercados, se refugió hasta nueva orden en su cuarto de
inquilinato del sector de Bosa San Miguel, porque el que paga $250.000
mensuales.
El arte emergente en múltiples manifestaciones artísticas. Escenas como esta se ven a diario en los articulados
Es que 70 años de trajín pesan en su frágil y diminuto
cuerpo, él que fue figura estelar de las cuadrillas de Los Enanitos Toreros a lo largo de veinticinco años, que dejó
huella con su voz en las cantinas tequileras de Plaza Garibaldi, en el D.F.,
mexicano, y desde su condición de torero bufo y novillero recorrió once años
las capeas y las plazas de provincias españolas, ganando duros y celebrando a todo dar con amigos y pérfidas Dulcineas en
las tascas, sin advertir que los mejores años de la juventud pasan volando, y
que en esos escasos cuartos de hora es cuando hay que guardar para la vejez.
Pero Sossa ya no se lamenta, porque a pesar de su edad,
solo en el mundo, sin mujer ni hijos, dice que si no lo mataron las astas de
los toros y las cornamentas de las
infieles, todavía le quedan arrestos para lidiar con la faena más dura, la de
la supervivencia, en medio de la pandemia. Por eso le ruega todos los días a la
Virgen de la Macarena que llegue pronto la
vacuna de los viejitos para retornar a su cotidianidad en el transporte
masivo, o donde demanden su espectáculo ranchero. Por lo pronto subsiste de la
solidaridad de sus amigos artistas, y del buen corazón del vecindario.
Con sus 70 agostos, El
Mini Charro de América podría destacarse como el papá de la población
emergente que entre artistas, vendedores, mendicantes y una considerable
porción de impostores, invaden a cualquier hora del día los pasillos de los
articulados para conmover las fibras de aquellos bondadosos que no escatiman en
esculcar sus monederos.
El profesor de guitarra clásica Felipe Salcedo se vio obligado a "pasar el sombrero" en TransMilenio por la debacle de la pandemia que dejó sin trabajo a los artistas
Artistas de rap que ensordecen a la concurrencia con su
provocadora retahíla, a todo volumen en sus parlantes. Intérpretes de cuidada
voz y hondo sentimiento como José Peña, que emula a la perfección a José Luis
Perales. Y, en ese orden, virtuosos cantantes líricos que por reveses del
destino no han tenido una oportunidad en los escenarios que se merecen. Músicos
populares y sinfónicos, talentos que madrugan a echarse el instrumento al
hombro para sobrevivir en Bogotá.
Son cientos de trabajadores del arte emergente que entran
y salen de los vagones en cada una de las paradas de estaciones o terminales. De
todos se exprimen historias diferentes, unas más duras que otras: La pérdida de
sus trabajos. El dramático momento que atraviesan los artistas, los mismos que
otrora contaron con un empleo estable, y de la noche a la mañana se quedaron
con las manos limpias por cuenta del azote del virus.
Es el caso del profesor bogotano Felipe Salcedo,
guitarrista clásico, que ante la angustia de ver agotados sus recursos y de
acumular una deuda de varios meses de arriendo, de un apartamento que comparte
con su mujer, enfermera de profesión, reunió como pudo doscientos mil pesos
para comprar un parlante, y armado de su guitarra española, con pistas propias,
se lanzó a la aventura temeraria de compartir su talento y pasar el sombrero en
transmilenio.
Doña Mery Luque, al borde de los 70 años, oriunda de Anolaima, gana el sustento vendiendo alcohol, gel antibacterial, limas, cortaúñas, copitos y bolsas de basura.
“Al principio fue siempre traumático -relata Salcedo-.
Trasladar estos trebejos y mantener el equilibrio en los pasadizos me resultaba
difícil, pero con los días terminé cogiéndole el tiro. Tampoco me avergüenza
hacerlo, porque el arte está hecho para difundirlo, tanto en los grandes
escenarios, como en un vehículo de transporte público. No aplico el drama para ablandar
el corazón. Sencillamente voy al grano, con lo que sé, con lo que tengo”.
El profe Salcedo, que
ya es familiar entre los usuarios del sistema móvil, optó por salir bien de
mañana. A las seis ya está en el teatro rodante, como él lo llama. Trabaja
hasta medio día y en ese lapso recoge un promedio de cincuenta mil pesos. “A
veces menos -agrega-. Pero gracias a Dios nunca me he ido blanqueado. El resto
del día lo ocupo produciendo para artistas, por encargo, o dando clases virtuales
de guitarra”, remata.
Pero si el arte musical cumple con su cometido, otras
disciplinas no se hacen esperar. Por los pasamanos de los vestíbulos de los
articulados se apean romerías de ingeniosos en pos de unas cuantas monedas:
magos, cuenteros, bailarines de salsa, de hip hop; con muñecas de trapo, mimos,
payasos, y a esta tropilla se unen vendedores de comestibles y de cuanta
chuchería inimaginable: de dulces, helados, chocolatinas, sanduches, maní,
papas fritas, cucas, panochas, y hasta corrientazos
en bandejas de icopor a cinco mil pesos.
En mora que el joven intérprete José Peña rompa en 'Yo me llamo' con su magnífica interpretación de las canciones del cantautor español José Luis Perales.
La mercadería ambulante va de cargadores, audífonos y
demás accesorios para celular, hasta baratijas de fantasía, cuadernillos de
cuentos infantiles, sopas de letras, sudokus y crucigramas; juegos de lápices,
borradores, sacapuntas y estilógrafos; enhebradores para los pipiciegos que abrigan la esperanza
bíblica de que un día un camello quepa por el ojo de una aguja; y los
infaltables tapabocas en manos de todos y al menudeo.
Capítulo aparte, la estirpe de los farsantes y embaucadores.
Al migrante que dice haber llegado hace escasos meses de San Casimiro, estado
Aragua, un zambo fortachón que lleva una niña de brazos, y que trama con el
mismo tarro de leche en polvo, ya manteco de tanto mostrarlo, lo he visto pedir
una docena de veces los catorce mil pesos, de los sesenta mil que explica le
hacen falta para completar el nutritivo, porque según él, su criaturita es
propensa al raquistismo, y esa leche, recalca, es la única que la mantiene a
salvo. Entendido, pero a otro cliente con ese cuento porque no todos somos de
Carabobo.
No es novedad enterarse que en sectores vulnerables como
Santa Fe, San Bernardo, La Favorita, Las Cruces, y los alrededores del parque
de Los Mártires, donde pululan los inquilinatos y los pagadiarios, se prestan y se alquilan niños como gancho para
implorar la caridad pública.
El bailarín de la muñeca negra y su puesta en escena de "Amparo Arrebato"
Igual desfilan personajes como extraídos de películas de suspenso,
de rostros y expresiones rayanas en el desequilibrio mental, que es la otra
pandemia detrás de la del infecto coronado. Marcan el perfil del acosador
sexual, atento a la jovencita más próxima, o a la dama que por sus atributos
físicos o sus prendas sugestivas, encaja en sus obsesivas aberraciones.
Victoria Fajardo, treinta cuatro años, administradora de
empresas, manifiesta que ha sido varias veces intimidada por abusadores, a los
que ha tenido que pararles el macho con su carácter fuerte: “¡Degenerados!,
creen que una es pendeja y se lo van arrimando… Y ni vergüenza les da cuando
uno los pone en su sitio. Transmilenio está en mora de contratar seguridad
privada para proteger al usuario de los desmanes de la delincuencia, que son
frecuentes, y de los depravados que hacen de las suyas dentro de los
articulados. Si se paga caro un pasaje, es para viajar tranquilo y seguro”,
concluye la dama.
Biblia en mano, el señor predicador ilustra a los pasajeros con el salmo 91 sobre el inminente acabose del mundo a causa del coronavirus
Con la biblia en la mano izquierda y la otra sosteniéndose
del tubular, un predicador entrado en años advierte que él no viene a pedir
limosna sino a salvarnos del final del mundo.
"Mi Dios, en quien confiare, solo Él te librará de
la peste arrasadora; no te sobrevendrá mal, ni plaga destructora", cita el
hombre, sugiriendo a la concurrencia acudir al salmo 91 para blindarse del
coronavirus depredador.
"¡No es la morringa
(sic) ni la Ivermectina ni el dióxido de cloro ni la vacuna rusa ni la china ni
la de la Cochinchina la que va a salvar tu cuerpo y tu alma del bicho maligno,
amigo, amiga pasajera, sino la palabra del Señor que todo lo ve y todo lo
puede", recita el peregrino, y se suelta en un sermoneo fustigador y
apocalíptico contra la indolencia, la desventura y los pecados de la humanidad.
“Tiene hambre el señor”, dice entre murmullos una
muchacha incrédula de mechones rojizos, mientras se pinta las uñas. En su
regazo lleva una carpeta blanca como las que cubren las hojas de vida.
En estación Banderas, doña Mery Luque Vásquez, de sesenta
y nueve años, oriunda de Anolaima, desplazada de la violencia que le arrebató
cuatro hijos, íngrima y condenada a la errancia, ofrece envases en miniatura de
alcohol y gel antibacterial, limas, copitos, cortaúñas, agujas y bolsas de
basura. Así recorre la ciudad de extremo a extremo en los articulados.
El maestro shaolín en una demostración de cómo hacerle el quite a las "culebras" en momentos críticos de la economía y el desempleo
Doña Mery paga $300.000 por un cuarto en Usme. Cuando el hambre la acosa después de mediodía, hace un intervalo para buscar el corrientazo más cercano, y de ahí retornar al rebusque.
Con todo lo anterior, la venerable anciana, expuesta a su
considerable edad al contagio Covid19, sonríe con la mirada, y se aferra a su
fe y templanza para birlar los embates del caos y el peligro.
El calor de medio día es insoportable en este despertar
de año. Las ventanas del vagón donde me desplazo están abiertas, y aunque la
mayoría de los pasajeros lleva tapabocas, no se guardan distancias. Las cintas
amarillas que separaban un asiento del otro en la primera cuarentena, ya no
aparecen en ésta, cuando el contagio tiene a Bogotá en alerta roja, y el sobrecupo
es el mismo de antes que apareciera el virus.
Tres muchachas y un rapero canijo, de cachucha y sin
tapabocas, arremeten con la insoportable bulla que escupe el parlante, y cuando
un caballero de hebras plateadas y bastón le sugiere que se ponga el protector,
el cantante alega que eso del virus es un invento de Bill Gates para vender
vacunas, y que llevar tapabocas es malo “porque ahí se acumulan los gérmenes y
las bacterias que producimos los humanos. No lo digo yo sino el premio nobel de
medicina don Manuel Élkin Patarroyo”. Y, a todo volumen, el insolente sigue dando
largas a su bochornoso espectáculo.
En estación Ricaurte, justo en el abrir y cerrar de puertas,
en un lapso que no sobrepasa los diez segundos, una señorita de unos
veinticinco años es despojada de su celular. Se lo han rapado por la ventana.
La joven, impávida, deja escapar una onomatopeya como la del hipo, y explota en
llanto. Quedamos estupefactos. “¡Ay, señor, pare, pare!”, grita una pasajera a
su lado, pero el vehículo ya ha reanudado su marcha. Prohibido dar papaya.
La dramática escena del robo es opacada por la puesta en escena del bailarín de la muñeca negra, que con su parlante en sus máximos decibeles, y al ritmo salsero de Amparo Arrebato, se roba la atención de los desconcertados espectadores, los mismos que pagan $2.500 por asistir a diario al teatro rodante del asombro, el absurdo y el horror.
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