viernes, 12 de enero de 2024

El rito impredecible de la vida y la muerte en la obra del maestro Juan Torres Posada

 


El afamado escultor bogotano ha sido cadete, ingeniero pecuario, farmaceuta veterinario, aficionado taurino y bohemio de solera

Ricardo Rondón Chamorro

Fotos: Rubén Darío Escobar y archivo particular

En el principio fue el barro y la arcilla, y la palma ingeniosa del hombre que moldeó la réplica de su compañera de ruta, y de las criaturas y las cosas que poblaban el mundo para celebrar jubiloso el milagro de la vida.

Como si de emular un párrafo del Génesis se tratara, el artista bogotano de los altos de Chapinero Juan Torres Posada, de 77 años, ha hecho de su virtud un tributo al creador de creadores, cuando se habla de la escultura como el origen de lo divino: ese soplo arcilloso de la inmortalidad que sublimaron Miguel Ángel, Donatello, Leonardo y Rafael, genios del Renacimiento italiano.

En estas lides de amalgama, moldeo y vaciado, el maestro Juan tuvo sus primeras luces creativas con la plastilina, elemento primario de inspiración y trabajo en las aulas escolares, cuando acompañaba de niño a su padre veterinario en sus faenas por las fincas de ganado de leche de las sabanas bogotanas: al llegar a casa, el pequeño hacía grumos de masilla para moldear vacas, caballos y astados, sin advertir en su inocencia que también estaba jugando al anatomista.

Un pasatiempo más de la edad temprana, porque Juan Torres Posada, cadete de la Escuela Militar José María Córdova, se inclinó por la ingeniería pecuaria, motivado por el legado de su padre.

Por varios años, ofició como administrador de hatos de producción de leche en sabanas de Cundinamarca, y en Puerto Salgar y La Dorada estuvo al frente de almacenes veterinarios

No fue sino hasta hace treinta y dos años que se tomó en serio y para el resto de sus días el arte de la escultura, desmoralizado por la usurpación de una finca suya en el municipio de Tota, Boyacá, por parte de las FARC.

A la par del taller del artista y del universo provocador y surrealista que envuelve ese duende, Torres tiró del carretón de los placeres y sutilezas de la bohemia, y de los néctares liberadores que acrecentaron su afición por la fiesta brava y los caballos de alta escuela ecuestre.

Juan y Pepe


El escultor junto a una foto de Pepe Cáceres, su amigo de juergas de juventud

En su juventud, en La Dorada, había trabado amistad con el torero Pepe Cáceres, un espada en crescendo de afilado feeling para cautivar Dulcineas, y una ambición furiosa de querer comerse la esfera del mundo de un solo tarascazo.

Con ácido humor, Torres trae a colación la broma pesada que su compinche, el diestro tolimense, le jugó una noche:

«La Dorada, por ser el principal puerto del Río Magdalena, donde anclaban gentes de distintos saberes y oficios, la mayoría comerciantes, trabajadores del ferrocarril, matarifes, militares, aventureros de todos los pelambres, artistas y extranjeros, estaba poblada de griles y lenocinios, de lo más refinado, hasta lo más rastrero».

«Los más frecuentados por sus mujeres y la música en vivo eran La Chata, La Peruana y La Patecatre. Pepe (Cáceres) era un enfant terrible, con una personalidad arrolladora y un hado mefistofélico capaz de provocar lo indecible».

«Una noche, en La Chata (porque ese era el apodo de la madame de la mancebía), me pasé de alcoholes y terminé dormido con la cabeza recostada sobre una mesa. Pepe, con una cuchilla, cortó el espaldar de mi camisa, y con labial escribió en mis paletas: 'Estoy donde las putas'. Luego salió a llamar a medio pueblo para que me viera. Ese era Cáceres, ¡una bomba con el tic tac a toda marcha!, como bien lo retrata su hijo Sebastián, el actor y cineasta, en su gran largometraje».

Escultor autodidacta, con un concepto arraigado de las formas clásicas y volumétricas del expresionismo italiano, y estudioso de la obra del escultor mexicano Hernando Peraza Ojeda, Torres instaló el taller en su casa de Chapinero Alto, donde ha trascendido como uno de los artistas más relevantes y cotizados de la afición taurina y ecuestre, por su técnica de la cera perdida.

Él mismo elabora la piedra madre con los minerales básicos: marmolina, talco, sílice, cera de abejas y óxido de zinc. Dicha amalgama se demora en secar, pero al final arroja una textura más fuerte que la del mármol.

En otro taller especializado en fundiciones retoca la cera que sale de los moldes y la funde con el bronce, para que salga derretida. Por último, se procesa el vaciado, que define la figura deseada.

En Manizales


El maestro y su obra en el Salón Picasso, del Hotel Carretero, de Manizales 

Su capital, como virtuoso y afamado artista escultórico, traza la línea de ganaderos, empresarios taurinos, toreros, caballistas, aficionados de estas tierras y del otro lado del Atlántico: portugueses, españoles, franceses e italianos.

El maestro Torres ha sido por varios años el escultor oficial de los trofeos a los matadores y ganaderos triunfadores de las temporadas taurinas en Colombia; también requerido para estos menesteres en México, Venezuela, Perú y Ecuador.

Invitado de honor a la Feria Taurina de Manizales, Torres Posada cumple este año a su cita número quince como expositor de su flamante obra en el Salón Picasso del emblemático Hotel Carretero.

Para esta ocasión, rinde homenaje al recién fallecido maestro Fernando Botero con las esculturas de un cornúpeta y una bailarina a su aire, entre otras majestades alegóricas inspiradas en el mito del toro cretense, de sus amados corceles, y del Eros y el Tánatos que representa el arte del toreo, el último rito pagano de la humanidad, esa danza impredecible entre la vida y la muerte que se pacta en un redondel.

Cuando se le pregunta al escultor bogotano Juan Torres Posada qué celebridades de todos los tiempos guarda en el cofrecito de sus añoranzas, él, llevando su mano al mentón, responde:

«Aunque soy más torista que torerista, conservo profundos afectos por el terrible Pepe Cáceres, recordado amigo; y por Santiago Martín (El Viti), Palomo Linares, César Rincón, Enrique Ponce, y de la última generación, el peruano Andrés Roca Rey».

-¿Maestro, y aún liba usted de las copas pletóricas de bebidas espirituosas?- le preguntamos en la despedida.

«Desde luego. No puede faltar en el taller y en la mesa la ambrosía de la inspiración. Y si el médico me la llegara a prohibir, ¡cambio de médico!»

Y se aleja el genial artista con sus andares marciales en compañía de Yesid Aguilar, su "alguacilillo" de turno, guarda y mentor de la Barra 5. 

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