El profesor Cleóbulo Sabogal en su despacho, con la imagen tutelar de don Miguel de Cervantes Saavedra
Ricardo Rondón Chamorro
(Fotos: Ricardo Rondón Ch,)
Cleóbulo de Lindos fue un poeta griego nacido en el siglo
VI antes de Cristo, y uno de los Siete Sabios de Grecia. Cleóbulo Sabogal
Cárdenas es un filósofo y lingüista tolimense, vigía de hace veintitrés años
del buen uso del idioma, en su rol de consultor oficial de la Academia
Colombiana de la Lengua, en Bogotá.
En la puerta de su oficina, a la que se llega luego de
atravesar un largo, entapetado y melancólico vestíbulo, hay una inscripción que
dice: Sala Rafael Maya. Oficina de información. Comisión de vocabulario
técnico.
Íngrimo en ese amplio salón, el profesor Sabogal Cárdenas
permanece rodeado de un arrume de diccionarios, alrededor de cincuenta, de
época y actualizados, dispuestos en su vitrina personal y en su escritorio.
A vuelo de pájaro tomamos nota de algunos de las decenas
de títulos que lo acompañan en su rutina, sin contar los que tiene en casa: el Diccionario
del Español Actual. El Manuel de Estilo de la Lengua Española, de don Manuel
Martínez de Sousa. El Nuevo Diccionario de Dudas y Dificultades de la Lengua
Española. El Diccionario Panhispánico de Dudas. Los seis tomos del Atlas
Lingüístico Etnográfico de Colombia. El Diccionario Manual e Ilustrado de la
Lengua Española. El Diccionario de Gentilicios de Colombia. El Diccionario de
Expresiones Extranjeras. El Diccionario de Bibliología y Ciencias Afines. El Diccionario
para la Enseñanza de la Lengua Española (de la Universidad Alcalá de Henares).
La quinta edición del Manual de Estilo de la Lengua Española. El Manual de
Estilo Chicago Deusto. La Geografía Fantástica del Alfabeto Español (RAE). Y
pare de contar.
Esa obsesión por los diccionarios se remite a su época de
niño, en Cunday (Tolima), cuando llegó a sus manos el Pequeño Larousse que
exigía la lista de útiles escolares, de un bachillerato repartido en tres
etapas: los primeros en su pueblo natal;
8° grado en un colegio privado de Ibagué, y 9°, 10° y 11° en el Seminario Menor
de la capital tolimense.
Embebido por la belleza inalcanzable de las potestades
celestiales y la quintaesencia de la fe, y aterrorizado ante los pecados del
mundo y las trémulas debilidades de la carne, entre relicarios y devocionarios,
cursos de latín y griego, y Las Confesiones, de San Agustín de Hipona, el buen Cleóbulo,
con todos los ardores de la adolescencia, soñó lucir los ornamentos
sacerdotales y cursó la carrera completa en el Seminario de Ibagué.
Si no se ordenó como lo instruye y legitima la Iglesia,
fue porque cuando prestaba sus labores en la parroquia del municipio tolimense
de Santa Isabel, se dio cuenta, con profunda nostalgia, de que la del
sacerdocio no era su vocación. Así que claudicó en su intento.
A escasos meses de llegar a Bogotá, en 1998, tuvo la
fortuna de emplearse como jefe de información y divulgación de la Academia
Colombia de la Lengua (en su edificio de estilo neoclásico de la carrera
3°#17-34, en Bogotá) y para complementar estudios y conocimientos en aras de la
responsabilidad de su nuevo cargo, concretó una licenciatura de Filosofía y
Letras en la Universidad de la Salle.
De ese año, a la fecha, el profesor Cléobulo es el
encargado de dilucidar y responder a cualquier tipo de dudas de profesionales
de diferentes áreas: abogados, catedráticos, publicistas, correctores de estilo
y, paradójicamente, que debería ser en sumo grado, uno que otro periodista.
Sabogal se
duele de cómo se maltrata el idioma, sobre todo en los medios de comunicación y
en las plataformas digitales. Dice que de las más de cien mil palabras que en
promedio ostenta el castellano, un colombiano raso -que puede ser un cargaladrillos-, no alcanza a manejar
cinco mil.
“Hay considerable descuido y negligencia en el uso de la
palabra. Las alocuciones en radio y televisión, sobre todo en las secciones de
entretenimiento y farándula, están plagadas
de yerros. Ni hablar de periódicos y otras publicaciones, la mayoría empedradas
de errores”, añade el guardián del idioma.
El consultor del idioma atiende un promedio de cuarenta consultas telefónicas diarias
Parte de ese descuido, aduce el filósofo y lingüista,
tiene que ver con que no hay el mismo rigor de enseñanza de gramática y
ortografía de otros tiempos: “Ya no se exige en los programas de enseñanza la Gramática
de don Andrés Bello, o la Gramática
Latina de Rufino José Cuervo y Miguel Antonio Caro. Menos el Tratado de
Ortología y Ortografía, de José Manuel Marroquín. Ahora a la gente no le
importa hablar bien, sino que se le entienda”, agrega Sabogal.
La preocupación del cronista en estos honrados aposentos
es indagarle al maestro Sabogal sobre las nuevas jergas que impone la juventud
y que tienen invadidas las redes sociales. Tomo aire para hacerle una reflexión
sobre un terminacho que al ortógrafo en cuestión le podría incendiar las
mejillas.
-¿Sabía
usted, profesor que la muchachada ha tomado por abreviatura de gonorrea -con la
que a diario se tratan- el barbarismo nea?
“No me extraña, porque las jergas no son de ahora sino de
siempre. Y los jóvenes se apropian de vocablos para comunicarse. Pero no es
para asombrarse ni para sufrir por eso”.
¿Vamos
de mal en peor en el maltrato del lenguaje?
“Eso es relativo y sucede en cualquier país, España,
México, Argentina, Colombia. En todas partes se habla mal o se habla bien, ya
que siempre habrá personas que se preocupan por hablar y escribir bien, y otras
que no les interesa y se las arreglan para comunicarse como mejor les parezca”.
¿Sigue
siendo Bogotá la ciudad donde mejor se habla el español, dicho por los mismos
españoles?
“En realidad no
hay un lugar en el que se pueda decir que se habla o se escribe el mejor
idioma. Hace años lo dejó muy claro el Instituto Cervantes de España. Primero
en una de sus obras: Las 500 Preguntas más Frecuentes del Español. Si a un madrileño
le preguntan dónde hablan el mejor español, él seguramente no va a decir que en
Buenos Aires, en Caracas, en Quito, Montevideo o Bogotá, sino en Valladolid.
Pero no se puede desconocer que Colombia fue cuna de grandes filólogos y
maestros de la oratoria, como Rufino José Cuervo”.
¿Son
más notorias hoy en día las faltas de ortografía que antes?
“Sí, porque no hay una preocupación constante al respecto,
ni de los educadores ni de los educandos. En épocas pasadas, era de rigor en el
pensum incentivar en la claridad del lenguaje, en la precisión de sus normas gramaticales,
de ortografía y de sintaxis. Eso se ha perdido considerablemente. Por ejemplo,
un libro que se publicó hace cuarenta y siete años, Ortografía y Ciencia del
Lenguaje, del profesor español José Polo, que se aplicaba en los primeros años
de estudio, desapareció como por encanto”.
¿Qué
libros de interés general recomienda para no cometer esas faltas tan frecuentes
de ortografía?
“Recomiendo tres libros: El Buen uso del español, de la
Real Academia de la Lengua. El Libro de estilo, también de la RAE, y Las 100 dudas
más frecuentes del español, del Instituto Cervantes”.
De todos
los diccionarios que maneja a diario, ¿qué nuevas adquisiciones ha hecho?
“El Diccionario histórico de la morfología del español”.
En tiempos de pandemia, Sabogal Cárdenas recibe un
promedio de cuarenta consultas telefónicas y por correo electrónico, no más de veinte.
No lee otro asunto que no tenga que ver con el lenguaje en todos sus niveles.
Para él no hay palabras bonitas o feas. “Para mí las palabras son
significativas, dicientes, pero no más. Sí tengo que reconocer que me disgustan
las palabrotas, es decir, las groserías”.
Aunque no tiene un jefe inmediato y cumple a un horario
de empleado público, a Sabogal le
desconsuela que, con todos los estudios realizados y las pestañas chamuscadas
de tanto consultar y devorar diccionarios, el sueldo que gana no sea el más
coherente: “La Academia Colombia de la Lengua depende del Ministerio de
Educación, y bien se sabe que el presupuesto es escaso”, aclara.
Para redondear ganancias, el profesor Cléobulo dicta
clases particulares a estudiantes y profesionales, asesora contenidos y recibe
una paga por la columna mensual que escribe en el informativo de Copidrogas. De
un año a la fecha, publica recomendaciones idiomáticas en su web De lengua en
lengua.
Esto para ahorrar e invertir en lo que ha sido su pasión
y entrega de toda la vida: diccionarios y manuales de lenguaje que, en su caso,
es lo que más le demanda dinero desde su condición de soltero feliz a sus cuarenta
y cinco años, porque no fuma, no bebe, no trasnocha, y los domingos y fiestas
de guardar los divide entre lecturas eucarísticas en templos como el de la Sagrada
Eucaristía, de Pablo VI, y el del Corpus Christi, en Nicolás de Federmán, amén de almuerzos y onces con tías
adorables que lo miman, o en la casa de su mejor amiga, la editora Clara Lucía
Delgado, quien fue discípula suya en la Universidad Javeriana.
Más de cincuenta diccionarios ostenta el guardián del idioma
Antes de la pandemia y para estas fechas del Día Internacional del Idioma, Sabogal atendía a estudiantes duchos en ortografía y gramática de diferentes colegios, o a personas particulares. Les compartía un tour por los aposentos de la Academia, en especial la biblioteca y el archivo, y les hablaba de la historia de la institución y de las funciones que cumple.
Son las cinco de la tarde y el profesor Cléobulo Sabogal
Cárdenas se despoja de sus cubre mangas de cajero de banco porque es hora de
partir. Se pone el saco y ajusta con parsimonia el nudo Windsor de su corbata. De
la solapa pende una medalla del Espíritu Santo.
-
¿Siempre la lleva ahí?
- Sí, ¿por qué?
-
¿Por agüero?
- Por agüero, no. Porque es la tercera persona, y es
fuente de conocimiento y sabiduría.
Cruzamos el largo vestíbulo alfombrado que conecta con
las escaleras que conducen al primer piso donde está el paraninfo.
En el antepecho de la Academia Colombiana de la Lengua, justo
al borde de la estatua de don Miguel Antonio Caro, cruza unas palabras con don
Ananías, su hombre de confianza, el funcionario que tiene a cargo las llaves y
la custodia del recinto sagrado del idioma.
De salida, aprovecho para tomarle una última fotografía
al lado de la estatua de don Miguel Antonio Caro.
- ¿Usted por qué me toma tantas fotografías?, ¿es que va
a hacer un álbum conmigo?-, me espeta como mirando a un bicho raro.
-Maestro, usted es todo un personaje. Mis respetos-, concluyo.
Del
tintero y otras tintillas
¿Cómo
han sido las relaciones con sus padres a partir del nombre con que lo
bautizaron?
“Fue una relación de gratitud la que tuve con mis padres,
porque los dos fallecieron. Sin embargo, agradezco a mi padre el haber escogido
este nombre griego, Cleóbulo, por Cleóbulo de Lindos, que tiene un gran
significado y que, al decir de muchos, hago honor a él”.
¿Por
ese nombre fue que decidió en su juventud seguir los caminos del sacerdocio?
“No, el nombre no tuvo nada que ver con mi carrera sacerdotal”.
Sabogal Cárdenas a la diestra de don Miguel Antonio Caro
¿Qué
lo motivó entonces?
“La vocación que desde niño sentí y por la que estuve
diez años interno en el Seminario de Ibagué”.
¿Tiene
un diario donde cuenta esta vida y la otra al servicio de Dios?
“Nunca he llevado diarios”.
Pero
con diez años de encierro monástico debe tener muchas cosas que contar...
“Hay un conjunto de anécdotas, tristezas, alegrías y
satisfacciones, pero tampoco como para publicar un libro”.
Cuando
se observa al espejo, ¿no le da la leve impresión de que está tomando la
sospechosa curvatura de una interrogación?
“Me doy cuenta de que estoy tomando la forma de un signo
de exclamación, porque cada vez me admiro más de lo que desconozco”.
¿En
instantes neuróticos lo asaltan tempestades de tildes, apóstrofos y comas?
“No, las tempestades que me asaltan tienen que ver con
problemas sintácticos”.
¿Es
usted un obsesionado de la letra H?
“Sí lo soy, porque muchas veces me quedo como una h, es
decir, mudo, ante tanto conocimiento inabarcable de nuestro idioma”.
Es
cierto que está avanzando en
un complejo ensayo de mil páginas alrededor de la ‘muda’?
“No es cierto, y esa pregunta me deja mudo”.
¿Cuál
es para usted la letra más sensual del abecedario?
“Podríamos retomar la h, puesto que con ella se escriben
muchas interjecciones como hum, huy y hey. Esta última dio nombre a una de las
célebres canciones de Julio Iglesias”.
¿Tiene
alguna aversión contra la ñ?
“En absoluto, porque esta letra es indispensable en nuestro
idioma”.
¿Por
cuál signo de puntuación siente más simpatía?
“Por la coma, porque es el signo que más usos tiene y el
que más se presta a discusión”.
¿Es
verdad que es difícil ingresar a su domicilio por la cantidad de diccionarios y
libros de gramática que existen?
“No es verdad, puesto que soy una persona muy organizada
y casi todos mis libros están en el estudio de mi apartamento”.
¿Sigue
consultando a María Moliner?
“Sí señor, porque es uno de los diccionarios más
importantes de nuestra lengua y la editorial Gredos se ha encargado de
actualizarlo”.
¿Cree
que los correctores de estilo están en vías de extinción?
“Para nada. Sin embargo, muchos de ellos sí están
condenados a desaparecer por su mala preparación y por su desconocimiento del
idioma, que es la herramienta esencial de su trabajo”.
¿Los
colombianos, definitivamente, somos unos malhablados?
“Más que malhablados diría que hay mucho desconocimiento
de nuestro idioma y que lo maltratamos a menudo”.
¿Tiene
por afición cazar gazapos como en su momento lo hizo Roberto Cadavid Misas, el
recordado Argos?
“No tengo esa afición, pero los detecto fácilmente cuando
estoy leyendo”.
¿Cuál
es la palabra más extraña que conoce?
“Calipedia, una palabra de origen griego que designa el
arte quimérica de procrear hijos hermosos”.
¿Cuál
es el verbo que más conjuga?
“Leer”.
¿Y
del que más rehúye?
“Emperezar, es decir, dejarse dominar por la pereza”.
¿Es
usted un artículo de fe?
“No lo soy, porque los artículos de fe solo pueden ser
propuestos por la Iglesia”.
¿Lo
conmueven las dieresis?
“No me conmueve su presencia, sino su ausencia, ya que
muchos creen que este signo diacrítico ya no se emplea”.
¿A
qué sabe una lengua muerta?
“A nostalgia, porque es un sistema de comunicación ya
perdido”.
Está
mal decir ‘mala ortografía’, ¿verdad?
“La ortografía es por definición escritura correcta;
luego, ‘mala ortografía’, es una contradicción y ‘buena ortografía’ es un
pleonasmo o redundancia”.
¿Entonces
cómo se dice, profesor?
“Se dice cacografía, es decir, la escritura contra las
normas de la ortografía”.
¿Y
usted es el verdugo implacable de los cacógrafos?
“Si me dan la oportunidad, me convierto en un censor, más
que un verdugo”.
¿Cuál
es el antónimo de cacógrafo?
“Ortógrafo, y ese soy yo”.
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