Boyacá y sus campos llora la partida del gran juglar de Monguí, digno representante de sus tradiciones y costumbres. Foto: archivo particular |
Cuando se produjo la luctuosa noticia, en horas de la
mañana (viernes 24 de julio de 2020), del fallecimiento del maestro Rómulo
Augusto Mora Sáenz, el Indio Rómulo, alma y esencia de la cultura boyacense, de
inmediato brotaron yerros inauditos en la radio, que ponen de presente el
desconocimiento y la ligereza de algunos comunicadores.
En una de las estaciones más poderosas del dial, de enorme
sintonía y cobertura orbital, y a esa hora con el sonsonete como telón de fondo
de Yo perreo sola, del reguetonero
puertorriqueño Bad Bunny, un afamado
veterano de los micrófonos confundió al Indio Rómulo con el Indio Amazónico.
“Era el de las plumas…”, sostuvo sin reparos, refiriéndose al boyacense.
Pues justo reparar a tiempo: uno es el Rómulo de la tierrita, mentor y juglar
de sus parcelas y ancestros, y otro el novelesco hechicero que lucía una corona de exótico plumaje y un poncho largo de
colorines, el mismo que por muchos años consultaban incautos atribulados de
quejumbres y atrofias del cuerpo, la mente y el espíritu, o por codicias de
amor y fortuna en un consultorio con templo de la avenida Caracas con calle 39,
en Bogotá, en cuya entrada se advertía un redentor de yeso con los brazos
abiertos, una mano de quiromancia, un buda rechoncho y dorado, y la imagen del amazónico silueteada en un cartón con
una pluma de cacatúa atravesada en la nariz. Profeta de la nueva era, se autoproclamaba.
Rómulo, de tú a tú, con su preciosa escultura, en la gruta simbólica del Pueblito Boyacense, en Duitama. Foto: Twitter |
Fue un oyente el que hizo el quite oportuno para enmendar
la pifia del recorrido periodista, al explicar que el Indio Rómulo no era el
Indio Amazónico, este último, pionero de la brujería criolla hace años
fallecido, que con el tiempo amasó una delirante fortuna con sus argucias, fetiches,
brebajes, rezos y fantasías del más allá y del más acá, a tal punto que llegó a
cautivar a crédulos y papanatas de Miami, Nueva York y Los Ángeles, visitado en
Colombia y en los Estados Unidos por políticos, empresarios y figuras del
espectáculo y la televisión.
Al Indio Rómulo como al Indio Amazónico tuve la
oportunidad de conocerlos, de primera mano, en mi debut como sabueso de crónica
roja y cuartillero de máquina Remington, en la sala de redacción del
desaparecido diario El Espacio, en el meridiano de la década de los 80, pero
entre los dos había una diferencia astronómica.
Rómulo era un académico de la palabra y un histrión
cultivado en la escuela de uno de los grandes de la escena colombiana y bastión
de la televisión, don Álvaro Ángel Forero, fundador de la academia Coranchacha,
inspirado en las dramaturgias de William Shakespeare, Bertolt Brecht, Samuel
Becket, Ramón del Valle Inclán, entre otros grandes del teatro universal, donde
el talentoso monguiseño dio sus primeros pasos de actor, y construyó, piedra
sobre piedra, el ícono que hizo célebre no solo en la comarca boyacense y en
Colombia, sino más allá de las fronteras: el Indio Rómulo, vocero de las
costumbres y tradiciones arraigadas de su pueblo, pero a la vez, como digno y corajudo
representante de la raza muisca, contestatario puntual con su verbo de los
abusos del poder y de las amañadas corruptelas y embustes de políticos de
turno, a quienes criticó en sus poemas con la daga quirúrgica de su inteligente
sarcasmo.
El Indio Amazónico no era del Amazonas ni tampoco se
llamaba Trymurty Mirachura Chindoy
Mutunbanjoy, como solía presentarse a su clientela de distintos pelambres y
estratos, o a los reporteros intrigados por su trepidante y ruidosa
popularidad, derivada de una perfecta amalgama de tegua, yerbatero,
espiritista, chamán de las profundidades de la manigua y predicador de siete
leguas. El Indio Amazónico era santandereano y se llamaba Luis Eduardo Rueda,
un mago de la parla que empezó como culebrero de plaza pública, y consolidó su
marca al levantar un desconcertante imperio de la hechicería y de las ciencias
ocultas.
En cualquier escenario, donde dejaba lelo y en sollozos al público, cuando daba largas a su verbo y a su profundo sentimiento. Foto: RCN |
Rueda, en su época boyante, fue el cliente de alfombra
roja del diario El Espacio, al dejar mensualmente, y en dinero contante y
sonante, un promedio de quince millones de pesos mensuales en publicidad, un
platal hace treinta años, porque el tabloide de la familia Ardila era uno de
los diarios más vendidos y de mayor lecturabilidad en Colombia, que el
amazónico, de mente sagaz y agudo olfato para los negocios, visualizaba como la
plataforma ideal para multiplicar dividendos. Cuentan lenguaraces, que de tal
dimensión fueron sus recaudos monetarios, que al verse presionado y amenazado
por secuestros y extorsiones, dejó a sus hijos encargados de sus dominios, y
emigró a los Estados Unidos.
Rómulo, en cambio, era la mera humildad: ese rostro que,
tras su partida, quedará grabado con su amplia y bonachona sonrisa en la mente
de todos aquellos que le quisimos y admiramos, y dejamos soltar unas cuántas lágrimas
cuando asomábamos a la tarima a verlo declamar sus poesías, con tal naturalidad
y sentimiento, como si los asuntos y los dramas que narraba fueran testimonios
de su propia vida. Quizás lo eran… Pero también, cuando acometía con sus
remembranzas jocosas, de la misma autenticidad de su sombrero, su poncho y sus
alpargatas, y provocaba la carcajada colectiva. Es que Rómulo Augusto Mora
Sáenz se movía a su aire entre la melancolía más desoladora, hasta el burlesque
provinciano en retahílas de alebrestada cosecha como su Poema al peo.
Confundir al Indio Rómulo con el Indio Amazónico es como poner
en el mismo canasto la pomada N° 4 para la pañalitis y la pócima de chuchuguaza
y huevo de pájaro macuá para disipar los soplos del corazón y las dolencias de
las irritantes piedrecillas renales. Pero no suenan extraños estos
despropósitos en un país proclive a la ingratitud y a la desmemoria de su
cultura y sus talentos, donde se rinde veneración a los de afuera y se pasa de
agache su propia riqueza.
Un país donde los colegiales se saben al derecho y al
revés el repertorio de Bad Bunny, Maluma y J. Balvin, pero vaya uno y
pregúnteles quién es Jorge Velosa o qué representa para ellos la carranga, y
menos si se saben un poema de aquel chinito que cosía balones en su municipio
de Monguí, y en los centros culturales y las clausuras de la escuela hacía
llorar a moco tendido a las madres cuando se subía a la tarima y daba largas a
su más hondo sentimiento.
Nos queda el inmenso recuerdo del hombre, del letrista y
declamador sin par, del gestor y promotor cultural que entregó su vida a
rescatar y divulgar los valores y principios de la cultura ancestral de Boyacá
y sus campos, con la misma humildad y vocación de quienes labran la bendita
tierra, ordeñan, pastorean, y al otro lado del Atlántico ciñen los laureles de
la gloria con sus bicicletas.
Muchas y gratas añoranzas, querido y admirado Rómulo:
Monguí, la bella comarca de tu nacencia, la memoria invaluable de tus poemas,
tu voz, tu grito enardecido, tu preciosa escultura en el Pueblito Boyacense, tu
legado, tu ejemplo, tu sencillez y carisma, y esa sonrisa desbordante de tu
alegría por la vida y por todo lo vivido.
Y se hace un nudo en la garganta al pronunciar con voz trémula:
¡Gracias, por siempre, maestro!
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